Las muletillas en el habla


...Pero también poseen otra función, que es la que más nos interesa aquí. Tenemos conciencia de que todo cuanto hacemos produce imágenes de nosotros mismos en los demás. Nuestra forma de comer, de caminar, de reír, de saludar... y, evidentemente, nuestra forma de hablar, dicen muchas cosas acerca de nosotros mismos que no siempre podemos controlar, independientemente, en este caso, del contenido de lo que pretendemos voluntariamente comunicar. Pues bien, por un lado, las muletillas ejercen (o intentan ejercer) una función de control de la propia imagen, como intentaremos demostrar, y por otro lado (y contradictoriamente), manifiestan de forma incontrolada las actitudes personales que subyacen en el interior de los mensajes verbales.
Intentamos hacer aquí un análisis psicológico de las muletillas más habituales en nuestro idioma (y en España, por el momento), que nos ayudará a descubrir las verdaderas intenciones del hablante, semiocultas en el interior de los mensajes que emite, pues se utilizan casi invariablemente de forma inconsciente.
De hecho, el uso de las muletillas, cuando es exagerado, no ha pasado desapercibido nunca tampoco para el común de las gentes, que puede llegar a bautizar a algunos de estos descomedidos usuarios con apodos tales como “el digamos”, “el oséase”, u otros más trabajosos.

Las muletillas son expresiones más o menos estereotipadas que se utilizan de manera automática al hablar para lograr determinados fines que no suelen ser conscientes, como:
a) mantener el interés del o de los interlocutores
b) controlar el turno de palabra, dominando el uso del habla
c) darse el hablante lapsos de tiempo o ánimos para recuperarse de las dificultades que experimenta al expresarse, establecer pequeñas pausas para pensar en medio del discurso
d) controlar el estatus social/cultural desde el que pretende uno manifestarse ante los demás
e) buscar pequeños acuerdos o complicidades con el interlocutor
f) subrayar, matizar o dar un significado especial a ciertas palabras dichas o por decir
g) expresar de forma subliminal e incontrolada las ocultas intenciones del hablante
Ver más aspectos teóricos y lingüísticos

1. LAS MULETILLAS DE LOS QUE SE CREEN "MENTES SUPERIORES"

Las hay de varios tipos. Las de los que necesitan asegurarse directa y claramente de que estás siguiendo el hilo de las complicadísimas exposiciones que se dignan plantearte (aunque suelan ser tan triviales como los ejemplos que ponemos), y las de los que, supuestamente más discretos, se cercioran indirectamente de que todo va bien, de que no te has perdido por el camino de sus intrincadas proposiciones.
Podríamos decir que los primeros te tratan como si fuesen profesores de primaria, y los segundos, como profesores de bachillerato o, si se atreven a valorarse tanto, de universidad.
Lo más divertido de todo es que tanto unos como otros, lleven el disfraz que lleven, en realidad utilizan la muletilla para darse tiempo para ordenar sus pensamientos. Por inseguridad propia. Aunque te estén dando a entender sibilinamente a ti, como oyente, que los constantes y reiterativos (¡y a veces pesadísimos!) parones en su discurso se deben exclusivamente a tu supuesta torpeza para seguir la marcha de sus argumentos. Como en tantos otros campos ocurre, el paternalismo esconde una vulgar falta de confianza en sí mismo.

¿Entiendes?

Es cierto que la mayor parte de las veces se utiliza porque el uno está cabreado con el otro, y se quiere poner por encima de él en el variable ranking cotidiano de poder. Así, el uno se inviste de autoridad paternal (o a veces militar), es decir, se crece (nunca mejor dicho) echando mano de ese '¿entiendes?' cada dos frases, aunque para tal uso funcione mejor emparedado entre explosivas exclamaciones. Confiere aún más dignidad o genera más amenaza la variante '¿me entiendes?', porque la cuestión, como el pronombre denuncia, se personaliza bastante.
El '¿entiendes?' puede ser también una muletilla afable, no hay que negarlo, pero solo cuando es notorio y aceptado el desigual equilibrio de poder (profesor-alumno, padre-hijo...), aunque a veces, entre iguales, se asumen momentáneos estatus de autoridad (por cuestiones de mayor experiencia, profesionales, etc...) que permiten su uso. Si hay quien tiene el vicio de utilizarla mucho en situaciones coloquiales (y naturalmente que los hay), lo más probable es que no tenga demasiados amigos.

El sábado no me llamaste, así que me fui al cine, ¿entiendes?

¿Te enteras?

Es decir, que ya se ha pasado de la entreverada fase del “no sé si es que yo no me explico o que tú no me entiendes”, y se ha decidido que uno se explica muy bien (y lo que es más, aún se va a explicar mejor) y que el otro no se aclara, y al final, por las buenas o por las malas, se va a enterar. '¿Te enteras?', es ya, pues, muletilla rayana en lo chulesco, sobreabundando en la imposición. Y es que para enterarse, el otro tiene que estar muy “entero”, como parece que exige el uno, y no a medias.

Pues sí, el sábado estuve en el cine, ¿te enteras? Y me lo pasé estupendamente.

Más prepotente y tocapelotas es el '¿te vas enterando ya?' Pero aquí ya vamos casi saliéndonos del campo de la muletilla propiamente dicha.

¿Me explico?

Aparentemente resulta mucho más autocrítico, y por lo tanto más democrático que el '¿me entiendes?', porque es el hablante el que se cuestiona a sí mismo, pero precisamente eso le otorga aún más autoridad. Como muletilla no imaginamos que se trate de un pregunta real (¿he conseguido expresarme?), sino más bien de una certificación sin espera de respuesta (porque se supone afirmativa) de que uno está dejando las cosas meridianamente claras. Hay que tener en cuenta que no es casual que el verbo que aquí se emplee sea explicar, cosa que está reservada a los profesores y a los maestros, o sea, que se emplea para investirse de una imagen de autoridad o de momentánea rebelión. Algo, que cuesta trabajo expresar, va a manifestarse (algún reproche tal vez) y, seguramente por eso, sólo se muestra la punta del iceberg del conflicto (un mero indicio, o la descafeinada versión oficial), sin descargar toda la agresividad que hay detrás. Pero, atención, si con la “indirecta” no ha quedado suficientemente claro, el que habla amenaza con estar dispuesto a “explicarse” mucho mejor, y se puede armar la gorda. Es bastante fuerte, es decir, aporta un alto grado de tensión y suele utilizarse en situaciones de tirantez, aunque siempre bajo un potente control cerebral, como se supone que funciona un ser altamente civilizado.

Mira, ayer me fui al cine solo, porque al parecer tú estabas muy ocupado, ¿me explico?

Entiéndeme

El 'entiéndeme' y el 'ya me entiendes' aunque literalmente signifiquen lo mismo que el '¿entiendes?', son muy otra cosa. Son una especie de muletillas de descargo, de justificación. Hay un ruego. Se está pidiendo comprensión, demandando o implorando un esfuerzo de indulgencia por parte del receptor. En un tono más suave reclama simplemente complicidad. Es decir, compadreo con respecto a algún delito más o menos menor.

Hombre, entiéndeme. Resulta que el sábado, no tenía nada que hacer, en fin, ya me entiendes, y acabé yéndome al cine.

¿Lo pillas?

Aparentemente en la misma línea están el citado '¿te aclaras?', el '¿lo pillas?' o el castizo madrileño '¿te percatas?' También es bastante provocador el ilustrado '¿lo captas?'
La diferencia con el 'entiéndeme' anterior radica en que, aunque aquí también se puede apreciar cierto guiño de complicidad, se está emitiendo una señal de que vayas un poco más allá de lo literal y sepas leer entre líneas. Se supone que algo de lo que se acaba de decir hay que ponerlo entre comillas, y por lo tanto funciona como un aviso a tu inteligencia para que saques a pasear tu agudeza mental, si es que la tienes, cosa que la muletilla, zumbona ella, sabe también poner en duda.

El sábado pasado fui a casa de Marta a preguntarle si tenía unos apuntes de matemáticas, ¿lo pillas?, y luego nos fuimos juntos al cine, ¿te percatas?

¿Sí?

Es quizás una de las muletillas más humillantes para el oyente. El que te habla establece una pausa tras cada frase para preguntarte directamente si has sido capaz de asimilarla correctamente y así poder continuar hablando sin que te extravíes por el camino. Normalmente interpretan velozmente tu silencio a dicha pregunta como una tácita afirmación y suponen, confiadamente, que en el momento en que pierdas pie vas a tener el valor necesario para interrumpirle y pedir más datos. Son personas que imaginan que te van llevando maternalmente de la mano por los retorcidos vericuetos del conocimiento y la sabiduría. Demuestran una gran paciencia y uno percibe que están realizando un verdadero esfuerzo por contar las cosas de la manera más sencilla posible, adaptada a las limitaciones de tu entendimiento.

El sábado fui al cine con Ramiro, ¿sí?, y estuvimos viendo una película verdaderamente tragicómica, ¿sí?

¿Ya?

Es aún más recalcitrantemente prepotente que el '¿sí?' Porque en este caso tu interlocutor te está dando tiempo para que tu pesada maquinaria mental alcance una mínima velocidad de comprensión. Te espera. Ralentiza su discurso lo que sea necesario para que no te quedes atrás, aturullado, confuso, ausente. Establece pausas de “refresco” para que puedas digerir correctamente la información sin que se te atasquen las entendederas por una excesiva complejidad o acumulación de datos. Es relativamente frecuente entre los chilenos, no sé por qué.

El sábado anterior a éste, que era fiesta, ¿ya?, fui al cine a ver una película de Robert Redford, ¿ya?

¿Vale?

Es lo mismo, sólo que en este caso se deja traslucir cierto colegueo. Se trata de un profe moderno, próximo, jovial, capaz de ponerse a la breve altura de sus alumnos.

El sábado pasado, que era el cumpleaños de Susana, ¿vale?, fuimos al Centro Comercial ése que han inaugurado hace poco, ¿vale?, y vimos una película.

¿Cierto?

Es, desde luego, una pregunta retórica. Quiero decir, más retórica que las demás muletillas. Aquí estamos ya ante un profesor de lógica, en sentido estricto. O ante un Sócrates precipitado, que siempre parece que va a llevarte en su alocución hasta los ominosos límites del misterio del saber. En realidad más que otra cosa es adorno egoico, como una ristra de autoalabanzas salteadas a lo largo del discurso a modo de mojones, inyecciones de autoánimo para poder continuar esforzándose en desbrozar esos angostos y oscuros circuitos neuronales por los que ha osado incursionarse.
Se supone que a estos usuarios les causa horror asumir que —al igual que Molière y los humanos en general hablamos en prosa de manera espontánea— sus afirmaciones pueden caer en la torpeza de ser subjetivas (como sujetos que inevitablemente son), y tratan por todos los medios de hacernos creer (o de creerse) que todo lo que dicen ha sido refrendado por un previo programa de lavado y secado lógico-estructural.
Pero lo cierto es que, como toda muletilla, se trata de una manifestación de inseguridad personal.
Muy hispano. Argentino especialmente.
Variante: '¿no es cierto?' Más cursi aún, si cabe.

El sábado, que hacía un calor espantoso, ¿no es cierto?, me compré un helado de ésos de chocolate que están buenísimos, pero que luego te dan una sed terrorífica, ¿cierto?, y me metí en un cine.

¿Me sigues?

Con complejo de instructor de boy scouts, monitor de senderismo, capitán de fragata o alguna otra figura paternalista portadora de brújula y sextante, el usuario de esta muletilla se pone en cabeza de cualquier expedición verbal-epopéyica (normalmente por decisión propia) y adopta la amable costumbre de volver de vez en cuando la cabeza para saber si avanzas tras él sin problemas o vas echando los bofes (las meninges, en este caso), temeroso de que en cualquier momento te derrumbes o des muestra de estar a punto de renunciar a seguir su experimentado y enérgico paso discursivo.

El sábado pasado, al día siguiente de la fiesta en casa de Nacho, el de las gafas de concha, ése que le gusta tanto a Margarita, ¿me sigues?, pues me dio por ahí y me fui al cine.

¿O qué?

Aquí está el retador. Aunque lo cierto es que bajo ese aparente reto se trasluce una inseguridad profunda, un miedo a ser corregido constantemente por una voz más sabia. De ahí el, a veces, tono algo chulesco con el que se inviste la duda, que es formalmente una pregunta directa al interlocutor: ¿acaso tú puedes aportar un más acertado punto de vista? Si es así, dilo de una vez. Y si no, cállate, joder.
Parece que está elidida, que se da por supuesta la segunda parte de la pregunta: “¿O qué debería haber hecho (o dicho)?” “¿O qué habrías hecho (o dicho) tú?” Y como el abanico de posibilidades de entonación con que se puede expresar tal interrogante es amplísimo (desde el patente pavor a las consecuencias de lo dicho hasta el reto o la exigencia, como decíamos), no se le puede otorgar un significado neto a esta muletilla.

Por eso el sábado, al final, estábamos tan aburridos que nos metimos en el cine, ¿o qué?

Hoy estaría bien ir al cine, ¿o qué?

¿Y qué?

Ésta es más dura. Aquí ya no prevalece tanto la duda como en el anterior 'o qué', categorizada perfectamente por el disyuntivo 'o', sino que aparece más directamente el reto, la rebeldía. Si existe la duda (que existe), aparece superada por la voluntariedad del hablante precisamente mediante esta muletilla. Hay una reafirmación, “un sostenello y no enmendallo”, pero también un “dar la cara”, un responsabilizarse de lo que se hizo (o dijo).
Lo que se sobreentiende, y que falta, es: "¿Y qué pasa?" "¿Y qué tienes tú que decir a eso?"

Sí señor, el sábado pasado me fui solo al cine, ¿y qué?

¿No?

Semejante al '¿o qué?', destila inseguridad, duda y, en su grado más extremo, sumisión. Se podría decir que solamente es significativa esta muletilla (y puede serlo mucho) si se utiliza en la conversación de una manera exagerada, y más aún si surge especialmente en el hablante cuando se comunica con alguna persona en concreto, a la que hay que temer, respetar o considerar (en orden decreciente). Está sintetizando un temor o una simple sospecha que se podría expresar como “¿No crees tú lo mismo?” “¿No piensas igual?” Parece ser que los seres inferiores (como los niños y las mujeres, hasta hace muy poco) tenían que utilizarla profusamente y con la mayoría de los adultos/hombres si no querían acabar enredados en serios problemas. Aunque dijesen obviedades o verdades como puños.

No es muy buena la película, ¿no?

2. LAS MULETILLAS DE LOS QUE SE CONSIDERAN "MENTES INFERIORES" (los apocados, los modestos)


2A - ¿QUIÉN ES EL QUE LO DICE?

No siempre uno, el que habla, es el sujeto efectivo de la oración. Recuerdo que Castilla del Pino, en su magna obra ensayística sobre la Comunicación, exigía, para una relación sana entre individuos, que en toda intervención oral se sobreentendiese un casi siempre elidido (y la mayor parte de las veces cicateramente) “Yo digo que” al comienzo de cada oración. Ello nos obligaría a asumir nuestra responsabilidad como sujetos emisores de información, y a la postre nos enseñaría a percibir los mensajes de los demás enmarcándolos en una relación de igualdad. Así mismo evitaría que nos tragásemos como verdades, sin digerirlas, gran parte de las añagazas que utiliza el poder. En este epígrafe vamos a ver no sólo cómo nos escaqueamos a la hora de hacernos protagonistas de nuestras propias aseveraciones, con lo que le damos gato por liebre al receptor (pretendidas informaciones contrastadas por simples y personales proyecciones psicológicas, por ejemplo), sino cómo logramos de una manera casi imperceptible trasladar el problema de la responsabilidad de hablar y de decir a “otro” u a “otros”.

Como aquél que dice - Como el que dice

No hace mucho conocí a un tipo (un electricista que me hizo una instalación en casa) que no paraba de utilizar esta muletilla. Estuve observándole y me di cuenta de que, para no pillarse los dedos, jamás hacía una afirmación personal, propia. Siempre que se tocaba un tema mínimamente (muy mínimamente) serio, era un otro imaginario (un aquél, un fulano X) el que se atrevía a decir las cosas. Él se limitaba a convertirse en informador, en testigo imparcial, eso sí con bastante buena memoria, como aquel que dice. Me lo imagino de niño en el colegio: debía de ser un chivato, o mejor dicho, un acusica impenitente. Porque, por definición, él no era nunca. Siempre era otro.
Es triste no ser jamás el sujeto o protagonista de las propias opiniones, y adjudicárselas a un imaginario aquél, especie de espíritu próximo y manipulable, incapaz de protestar (que sepamos). Y todo por puro miedo a meter la pata en primera persona.

El sábado estábamos todos tan aburridos, como aquel que dice, que acabamos yéndonos al cine.

No es porque yo lo diga, pero...

El escaqueo, el lanzamiento de piedra y escondida de mano, el escurrimiento del bulto es mucho más evidente en esta complementaria y larga muletilla. La diferencia es que aquí el sujeto es aún más impersonal. Ni siquiera es un aquél indefinido, un cualquiera. ¿Quién es? Misterio. Y misterio inquietante.
“Yo no sé quién es el que lo dice (¡mentira!), y, ni siquiera es que esté totalmente de acuerdo con él, pero... ¡aviso, advierto, alerto...!” Desde luego ese ser que dice (que no soy yo, ¿eh?) y que no se sabe quién es, da la sensación de que debe de ser alguien con cierto poder, porque la muletilla suena claramente a amenaza... más o menos grave.
Un espía que se ha infiltrado en las altas esferas y viene ahora a regalarnos con la advertencia. Insolidaridad a ultranza.

No es porque yo lo diga, pero todos los que se fueron al cine el otro día, puede que hoy tengan problemas.

Aunque, profundizando un poco más en la semántica de la frasecita, tampoco es que haya que buscar siempre a un sujeto definido, a un responsable individual de lo que se vaya a afirmar después, es decir, a alguien con nombre y apellidos. Usamos en muchas ocasiones esta muletilla para hacernos eco de la opinión que podría tener una multitud anónima y normativa, de una vox pópuli con la que no queremos identificarnos por pura vergüenza pero que... habría (tal vez) que tener en cuenta, ¿no?
Miedo. Puro miedo a la responsabilidad de lo que está pasando.

La verdad es que, no es porque yo lo diga, pero marcharse al cine así, un día de diario...

DESI.- (Más relajada, haciendo pucheros) Él no es malo, señorito, se lo juro. El señor cura se lo puede decir que, no es porque yo lo diga, pero en el pueblo no había fiesta sin el Picaza.
[Miguel Delibes. La hoja roja, 1986]

Como si dijéramos

Aquí se busca más la complicidad del grupo. Para atreverse a afirmar o sugerir algo se apela al colectivo, a la primera del plural, o sea, al nosotros, porque uno, por sí solo, no se arriesga a tanto. Y además en tono especulativo, hipotético, con el verbo en imperfecto de subjuntivo, curándose en salud, por si acaso. “Hagamos un experimento, supongamos que —no yo sólo, por supuesto, sino nosotros todos — nos atreviéramos a decir que...” Parece que hay momentos en que nos resulta demasiado atrevido establecer determinadas opiniones y entonces buscamos la connivencia de los que nos escuchan o, en definitiva, su benevolencia. Hay un guiño de invocación (o a veces súplica) al compadreo, a la tolerancia, obligando al contertulio a ponerse en el supuesto lugar de uno si acaso se atreviera a firmar que...

Es, como si dijéramos, de lo más panoli pretender encontrar entradas de cine un sábado por la tarde.

También se emplea como solicitud de permiso a los oyentes para utilizar algún vocablo exorbitante, es decir, relativamente ajeno al ámbito lingüístico en el que se está (por ejemplo, demasiado intelectual, o demasiado popular, o demasiado snob, según los ambientes), o hasta para pedir disculpas por ello por adelantado. “No es que yo sea muy listo (o muy cursi, o muy chabacano, etc.) al decir lo que voy a decir, puesto que igualmente podríais emplear este término cualquiera de vosotros —bueno, al menos en alguna ocasión, ¿no?—, pero digo que...” En resumen, una petición de pertenencia al grupo y, por lo tanto, un reforzamiento del grupo mismo, a pesar de lo que se va a decir. También nos avisa de que debemos poner entre comillas lo que a continuación se va a pronunciar.

Eso de ir al cine un domingo por la noche es, como si dijéramos, muy refinado.

“(…) Los psiquiatras no saben nada ni sirven para nada, dijo. Los únicos que saben son los psicólogos, que son, como si dijéramos, los geómetros de la mente.”
[Luis Goytisolo. Estela del fuego que se aleja, 1984]

Diríamos

Es equivalente a la anterior, aunque un poco más estilizada, más elegante. Tanto que podría ser prima hermana del 'digamos', que analizaremos más adelante, aunque ya adelantamos que estamos ante un arcaico y principalísimo plural mayestático, o, al menos, en el juego de ambigüedades que permite el hecho de moverse en la frontera entre el nosotros colectivo y el augusto nos. La diferencia radica fundamentalmente en que en este caso se utiliza delante de afirmaciones mucho más dudosas o, en su caso, temerarias, es decir, no tan pretendidamente contundentes como con 'digamos'. Aún más atrevimiento permite su gemela 'podríamos decir', e incluso todavía más 'se podría decir' (por impersonal), que a más de uno habrán salvado la vida o, al menos la honrilla: siempre se puede argüir, si las cosas se ponen feas por haber sacado la lengua a pasear con demasiada ligereza, que en realidad uno no ha dicho nada, si no que ha mostrado la existencia de una posibilidad de que algo pueda ser dicho. Vamos, lo que se llama escurrir el bulto. Y es que no hay más que ver que las tres muletillas están conjugadas en condicional.

Es, diríamos, del género estúpido pretender conseguir entradas de cine hoy sábado.

Es un decir

Algo más arcaica que las anteriores, y quizás más arrastrada, y por lo tanto vergonzante, se trata de una muletilla “a posteriori” mediante la que se le quita a lo dicho toda la carga de acidez posible. Lingüísticamente el mecanismo consiste en despojarse uno de la responsabilidad de lo que acaba de decir para culpar a las masas anónimas, que son las que dicen decires o dichos. Hay veces que se pronuncia en el último instante, precipitadamente, como suplicando ser bien entendido, o sea, rogando que los contertulios no cojan lo dicho por donde quema, ya que no es físicamente posible darle a la tecla de borrado hacia atrás y tragarse uno directamente las irreflexivas palabras que acaba de pronunciar.
Aunque también detrás de esa añagaza puede que se esconda cínicamente la voluntad de atreverse a afirmar algo que va a herir a alguien que está presente.

La gente va mucho al cine porque no tiene nada que hacer; bueno, es un decir.

“- ¿Tan visto te tiene? -le pregunté a Raimundo.
En la voz de él noté que había registrado la alteración de la mía. Me conoce demasiado.
- Bueno,
es un decir. No me he acostado con ella, si es eso lo que me quieres preguntar.”
[Carmen Martín Gaite. Nubosidad variable, 1992]

Es decir

No tiene nada que ver con 'es un decir', aunque formalmente sean casi iguales. Es muy corriente. Se emplea para señalar que uno va a intentar explicarse mejor, que va a buscar otro modo más claro de decir lo que acaba de tratar de explicar, o de ampliarlo. O, también, que va a tratar de resumir lo dicho anteriormente, como conclusión, lo que equivale a 'por consiguiente', una muletilla algo más culta. El término elidido es 'como', o 'igual que' (“es como decir”). Literariamente es intercambiable por el 'o sea', aunque éste es más coloquial y merece un apartado propio. También se utiliza de modo relativamente culto en los textos escritos el i. e., así, con abreviaturas, del latín 'id est', que significa 'esto es'.
Su uso de forma exagerada denota, desde luego, inseguridad, poca confianza en la propia capacidad expresiva (o, a veces, en la capacidad comprensiva del o de los oyentes, que viene a ser lo mismo).

Pienso ir el sábado al cine, es decir, pienso ir a ver una buena película.

Por decir algo

Más modestia no puede expresar esta frasecita recurrente, de uso muy común. No cabe duda de que tomar la palabra supone a veces una gran responsabilidad, pues uno nota que el silencio y la atención pesan, y que le están escuchando a uno de veras. Es entonces cuando uno se da cuenta de que hablar por hablar no viene demasiado a cuento. No debería venir a cuento nunca, la verdad. Hablar en broma o hablar en serio son las dos opciones más lógicas, pero esa mezcla híbrida de decir por decir algo, medio entre risas medio entre veras, solo confunde a uno mismo y a los demás. Ahí es donde resulta necesario introducir esta cuña, que es, a todas luces una excusa o un intento de quitarle fuerza a las propias palabras, ya sean previas o posteriores a la muletilla de marras.
También ocurre que los seres humanos somos muy mentirosos (¿quién lo iba sospechar?) Y tras ese 'por decir algo', tan humilde, soltamos la mayor burrada o la más grave acusación —o sencillamente lo que pensamos—, aunque, como el que deja caer una chinita en un gran lago, sin querer que apenas se note pero esperando que las ondas que produzca se conviertan en un espantoso tsunami.

Yo, por decir algo, creo que esa película no nos va a gustar nada.

"La conversación se había empantanado en arenas movedizas. De ahí ya no la sacaría nadie. Me puse de pie, y el dueño de casa, con gran dificultad, apoyando en el sillón las manos temblorosas, hizo lo mismo.
"Su casa es muy bonita", dije,
por decir algo."
[Jorge Edwards, El anfitrión, 1987]

Digo yo

Esta muletilla es ambivalente, pues, por una parte estamos pidiendo humildemente permiso para afirmar algo, pero también, si se formula con otro tono de voz y sobre todo con otra sintaxis (es decir, plantándolo descaradamente al principio de la intervención, en forma de 'digo yo que'…), resulta claramente aseverativo, en la línea que propugna como saludable Castilla del Pino. Aquí no hay invocación a la complicidad del “nosotros” que valga, sino que, al contrario, se pone en evidencia la hipotética o previsible soledad del hablante en su propuesta, que, o bien es asumida con valentía y arrojo, o sea, recalcando la independencia desde la que se habla, como por ejemplo en:

Digo yo que podríamos irnos al cine, ¿no?

…o bien es asumida con fragilidad, con miedo. El “yo” de esta apostilla, es entonces y a todas luces un yo con minúscula, humilde y retraído, que casi se excusa por haber tenido la osadía de decir algo. Tanto es así que con ese particular uso (diciéndolo precipitadamente al final de la intervención, como dubitativo remate de la frase) suele ir seguido de un '¿eh?' que bien podría describirse como la expresión oral de un pusilánime encogimiento de hombros.

Podríamos ir al cine. Bueno, digo yo, ¿eh?

Es curioso, por cierto, el efecto tan marcado que ejercen algunos términos de acompañamiento ―que a su vez son también muletillas (como esos peces que van siempre acompañando a los tiburones)― sobre una misma apoyatura verbal. Si aparece un 'vamos' delante del 'digo yo', estamos ante una fórmula protagonística, que podría llegar a convertirse en casi autoritaria. Si aparece, por el contrario, un 'bueno' delante, el tono se invierte de un modo casi mágico.

Digamos

Esta muletilla tan habitual, tan extendida, se usa para señalar que lo que digamos no hay que tomárselo al pie de la letra o con demasiada exigencia de precisión, sino como una aproximación, al poco más o menos. Es un modo de avisar de que el término que se va a decir no es exactamente el que uno buscaba y ha sido un poco elegido a bulto, lo que nos permitirá continuar hablando y desarrollar el hilo argumental que habíamos iniciado sin tener que detenernos a buscar un término más exacto. El DRAE lo equipara a 'por decirlo así', y dice que se usa: para presentar la palabra o palabras que se dan como expresión aproximada de lo que se pretende significar.

La actriz está un poco, digamos, desangelada en esta película.

Pero a nosotros nos interesa también descubrir cuál es la expresividad subyacente, el matiz semántico que aporta una u otra forma de decir las cosas. Los componentes connotativos que se añaden de forma paralela y no consciente a la mera expresión denotativa. Y, paradójicamente, la forma culta que adopta esa mera excusa descrita anteriormente, pretende investir al hablante de una autoridad especial, mítica. Es como si al emplearla quisiésemos dar a entender a nuestro interlocutor que estamos en concilio, o al menos en conciliábulo permanente con nosotros mismos, y por lo tanto autorizados a emitir respuestas auténticamente colegiadas, asumidas en su conjunto por nuestra más íntima, propia, secreta e individual unanimidad. Así es como habla el Papa, ni más ni menos: en plural mayestático.
Porque, desde luego, este plural no tiene ninguna relación con un nosotros real, conformado por individuos de carne y hueso en nombre de los cuales se hablaría, como si se fuese el portavoz de un cenáculo, un equipo o un grupo de presión. Es un 'nosotros' muy, pero que muy imaginario (o virtual, que se dice ahora) y también, por lo tanto, muy pero que muy pretencioso. Al escuchar esta muletilla uno tiene la sensación de que cada una de las afirmaciones del que habla tiene tras de sí el respaldo de un arduo y elaborado acuerdo previo entre todos los irreductibles yoes que componen su personalidad. Casi nada.
Por si fuera poco, la muletilla de marras está conjugada en tiempo subjuntivo, lo que hace que la propuesta tenga un tono claramente condescendiente. El hablante parece querer dejar impreso en nuestro ánimo que va a tener la consideración o la amabilidad ―cuando no la indulgencia― de afirmar algo. Vamos, que se va a dar permiso para hacer alguna importante y arriesgada declaración.
Y todo eso cuando, en muchas ocasiones, lo único que se le ha pedido es una simple opinión particular.

Digamos que me gustó la película que vi el sábado.

También se da mucho esta muletilla en los oradores, en las personas acostumbradas a hablar en público. Supongo que es asumible por los asistentes sin ningún tipo de escándalo porque existe un curioso síndrome que afecta a todos los oyentes de ese tipo de monólogos formalizados que llamamos clases, conferencias o discursos, según el cual el que habla a un grupo de personas (y especialmente si está sentado) representa siempre a un supuesto colectivo (de estudiosos, de colaboradores, de políticos…) Ésa es la secreta autoridad de la que suele investirse. En fin, yo creo que es que nos gusta que sea así a todos, a oradores y a oyentes. Como si el conferenciante hablase siempre en nombre de algún tipo de curiosa e hipotética hermandad que le ampara científicamente, moralmente, profesionalmente.

La película que vamos a ver es, digámoslo, una obra maestra.

Lo que ocurre es que tampoco nos repugna demasiado adoptar un tono senatorial ―momentáneamente: si no, resultaría insufrible― o aceptar que nuestro contertulio lo adopte alguna que otra vez ―cuando necesite sentirse importante, por alguna súbita urgencia egoica―.

Digamos que no estoy de acuerdo con que la película era buena.

El máximo efectismo se produce cuando el orador ―pues se trata indudablemente de un recurso retórico― le añade a la muletilla la simple partícula adverbial 'ya' (que aquí no diríamos que es de tiempo sino de impaciencia) para dar a entender de un modo más o menos furtivo o más o menos dramático que, en razón de la súbita confianza que, como un flechazo, ha surgido repentinamente entre él y el auditorio, no va a esperar más para largar la preciosa información (o genial ocurrencia) cuya entrega tenía previsto demorar en el tiempo, o incluso, si no percibía los suficientes méritos en el público receptor, omitir para siempre. Dicha información, u ocurrencia, puede que sea la cosa más banal del mundo, claro.

Esta película, cuyo director es, digámoslo ya, un aristócrata del cine…

…Que digamos

Esta muletilla, un tanto arcaizante, no tiene una estructura muy lógica que digamos. La he encontrado escrita por primera vez en 1758 en un libro cuyo título tanta gracia nos hacía a los estudiantes de Literatura Española en el bachillerato.

"…y es así, a la manera, que digamos, de aquello que dice el refrán: 'romperle la cabeza y después lavarle los cascos'".
[José Francisco de Isla. Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas alias Zotes, 1758]

Pero tampoco con ello llegamos a entender su significado formal. Su principal rasgo diferenciador radica en que se emplea sólo en las negaciones, para recalcarlas o amplificar su valor. Ese ‘digamos’ que contiene, ya analizado anteriormente, parecería estar haciendo un llamamiento a un sentimiento o gusto participativo o común, cómplice, en una palabra. A un “estaremos de acuerdo en que no…”, pero normalmente a posteriori de lo negado, a toro pasado, y por lo tanto, como un latiguillo rápido (aunque no se cumplan precisamente estas características en la cita de Fray Gerundio). Seguramente adopta esta forma incierta, gramaticalmente incongruente, para no caer en el cultismo y la pretenciosidad ya señalada del 'podemos decir' o el 'digámoslo'.

La película no es ninguna maravilla que digamos.

Quién diría

Es una pregunta retórica que, en realidad, muestra la sorpresa del propio hablante ante lo que ha dicho (o del sujeto de la acción ante lo sucedido), como si fuese el primero en quedar pasmado por ello, pues aparentaba ser lo contrario. Con ‘quién me lo iba a decir a mí’ (o ‘quién te lo iba a decir a ti’, etc… ), de la misma familia, resulta más evidente, ya que ‘quién lo diría’ o ‘cualquiera lo diría’ cubren perfectamente el modo impersonal.

El sábado, quién lo diría, conseguimos entradas para el cine.

Quién dirá

Bastante diferente a la anterior, aunque parezcan, a primera vista, semejantes. Aquí no hay extrañeza, sino asombro o, en los casos más extremos, escándalo, indignación. ¿Quién se atreverá a decir tal cosa? ¿Habrá quien diga que…? ¿Habrá alguien tan retorcido, tramposo, mentiroso, infame, etc, etc… que diga que…? Sí, seguramente hay quién lo dirá, aunque parezca imposible, pues de todo tiene que haber en este asqueroso mundo. Es la premonición de la condena, como si se sintiese ya en el cogote el aliento del murmurador, una antigua jaculatoria de autodefensa (seguramente ancestral recurso oratorio), una maldición lanzada contra el futuro e inevitable censor de nuestros actos (quizá porque, por el hecho de intentar exculparnos, la culpa ya está instalada en nuestra conciencia).

Quién dirá que no hemos hecho todo lo posible por conseguir entradas de cine.

Naturalmente, todo esto, en su origen, y seguramente en su fondo, tiene que ver con el famoso y terrible concepto, tan español, de el qué dirán. Las temidas habladurías que todo lo juzgan porque todo lo observan, lo perciben, lo penetran, como el ojo de un Dios implacable y envidioso, invento de clérigos leguleyos y refraneros. El enemigo dentro de la cabeza.
También es recurso de poetas, como en “Baladilla de los tres ríos”, de García Lorca

¡Quién dirá que el agua lleva
un fuego fatuo de gritos!
¡Ay, amor

que se fue y no vino!

O en la antigua copla que comienza así (hay hasta doce, como las horas del reloj):

Quién dirá que no es una
la rueda de la fortuna

Esto... ¿qué te iba a decir?

Claro que puede ser, y es corriente, que alguien no recuerde lo que estaba a punto de decir, y que, por tanto, necesite pedir un tiempo muerto para hacer memoria. Habitualmente, cuando es así, vemos que el hablante se queda por unos instantes absorto, haciendo un ejercicio de concentración, tratando de recapitular en su mente para descubrir en qué punto del diálogo se quedó atascado. Y suele producirse en medio de una conversación. Normal.
Lo que ocurre es que, en un porcentaje muy alto, la frasecita introductoria se utiliza también como estrategia para transmitir una información relativamente candente que se desea hacer pasar de macuto como anodina, como un simple dato cotidiano y sin mayor importancia. Tanto que hasta se le había olvidado decirlo antes. Es muy descarado dicho uso cuando uno aborda al otro, de sopetón, por el pasillo, esgrimiendo tal elemento retórico. Para seguir normalmente con un ‘ah, sí’, y la consiguiente bomba informativa o inquisitiva (que puede ir desde un simple petardo de feria a una bomba de fragmentación de amplio radio de acción).

Esto… ¿qué te iba a decir…? Ah, sí, que mañana he quedado y no puedo ir al cine.

El uso obsesivo de esta muletilla indica falta de confianza en sí mismo, miedo a las consecuencias de lo que se va a decir o hacer (¡o pensar!) y, en definitiva permanente inseguridad. Digamos que hay un exceso de “tacto” en la comunicación con los demás.

Qué quieres que te diga… Ea…

Aquí hay, formalmente hablando, atendiendo únicamente a la estructura semántica de la primera frase, una clara sumisión: qué deseas oír de mí. Pero en realidad, si se usa como introducción a una respuesta solicitada (pues suele emplearse así), tiene la función de avisar de que uno no va decir precisamente lo que el otro quiere oír. Pero por el mecanismo del desinterés. Si el que responde intuye que el que pregunta ansía una respuesta determinada, esta frase es la más adecuada para zafarse de la presión de sus expectativas, que a la postre siempre acaban siendo invasivas.

Qué quieres que te diga… A mí no me gusta el cine.

Por el contrario, si se utiliza como respuesta acabada en sí misma, terminando la alocución en los imaginarios puntos suspensivos, es igualmente un síntoma de desinterés por el asunto sometido a cuestión, pero sin expresar tampoco un rechazo directo. Respuesta que a veces no está exenta de rancia sabiduría, pues de sabios es no hacerse eco de todas las estupideces que le plantean a uno sin, por ello, pretender molestar al otro o provocar la menor polémica. En este sentido es equivalente al antiquísimo e inasible ‘ea’, que es toda una obra maestra, en dos vocales, de la asunción tácita de las cosas sin caer en la tentación de juzgarlas. Sobre esta expresión se podría escribir todo un libro, pues esos meros dos sonidos resumen en sí, de forma popular y permanentemente accesible a todos, la anaideia, o sea, la irreverente actitud filosófica del más puro y valioso Diógenes y de toda la escuela cínica, que personalmente valoro en mucho (cuando, ya digo, no es la simple expresión de un vacuo desinterés por todo, lo que equivaldría a un claro y derrotista estoicismo.)

–¿Te ha gustado la película?
–Ea.

2B - ¿HASTA QUE PUNTO LO DICE?

Es importante también tener escapes, salidas de emergencia más o menos cómodas y aparentemente baratas a la hora de decir las cosas. Porque sabemos que no todo es blanco o negro, que existe la ambigüedad, las medias tintas, las dudas. Porque no hablamos como quería Wittgenstein, como si expresásemos fórmulas matemáticas. Estas partículas relativizan nuestras afirmaciones, solicitan un poco de manga ancha al oyente, recaban su complicidad en nuestra vaguedad o inexactitud. El uso desmedido de este tipo de recursos, demasiado disponibles en el habla corriente, los convierte en muletillas.

Como – Como muy

Expresión muy integrada en la sintaxis y que en realidad solo puede definirse como muletilla si se repite a menudo (al igual que las demás, ciertamente). No nos estamos refiriendo, por supuesto, al adverbio de modo ("haz como puedas") ni a la conjunción ("llegaré como muy tarde a las..."), sino a ese uso especialmente machacón del adverbio comparativo (“semejante a”) que lo relativiza todo tanto que ya no sabe uno a qué atenerse. Por una parte facilita y promueve la inexactitud y la pereza al expresarse (“era como azul”), por otro suaviza y ablanda lo que se dice, emborrona los contornos, puesto que acaba por no definir nada de manera clara y tajante (“era como muy estúpido”). Este rasgo de indefinición deja traslucir esa famosa desidia, falta de implicación y superficialidad que suele confundirse con la elegancia.
Al igual que otras ya citadas, también se usa para poder soltar algún vocablo o expresión fuera de lo común (en un ambiente dado) que, dicho directamente, podría dar vergüenza. Por ej.: “Es un tipo como muy circunspecto”.
Como muletilla puede llegar a ser enfermiza, puesto que puede colocarse delante de cualquier adjetivo, sustantivo o frase adverbial. Se puso de moda en los noventa entre la juventud pija, hasta tal punto que bastaba con utilizarla dos o tres veces para caricaturizarlos. Si se le añade el muy detrás resulta como mucho más exquisita.

Era como que teníamos ganas de ir al cine y acabamos viendo una película como muy chuli.

“A mí no me ha contado nada, pero tiene toda la pinta de haber encontrado a alguien, porque se arregla más, y se ha puesto a régimen, y está como muy contenta, ya sabes.”
[Almudena Grandes. Los aires difíciles, 2002.]

Tipo - del tipo de

También, aunque cursi, resulta elegante y lustrosa esta expresión recurrente, intelectualoide evolución de la anterior 'como muy', con un uso y unas connotaciones bastante semejantes. Son los mismos usuarios, sólo que han crecido y han ido a la universidad (privada). Para ellos absolutamente todo puede ser categorizado en tipologías simplificadoras. Imágenes contundentes, hologramas mentales sintetizadores que, si hay con qué, pueden llegar a ser creativos y aportar sus dosis de ironía. Aunque su fin es, evidentemente adjetivador, no funciona directamente con adjetivos sino que hay que meter detrás toda una frase o, más secamente, un sustantivo.

Fuimos a un cine tipo pilla tu butaca y no la sueltes y vimos una película tipo drama total.

Pues nada

Con esta muletilla pareciera que se quisiera minimizar lo que se está diciendo. Se puede interpretar como rasgo de timidez por parte del que habla y, con otra entonación, que se no se desea hablar demasiado del asunto ni, mucho menos, particularizar. Si añadimos la palabra que parece elidida (‘más’), todo queda mucho más claro. También se puede asimilar al ‘resumiendo’ o ‘en resumidas cuentas’, que no dejan de ser muletillas si se usan con abundancia y reiteración. En este caso, la persona que las sobreutiliza puede resultar excesivamente parca, como si para él nada tuviera importancia. También indica pocas ganas de hablar por sentirse contrariada.

“Bueno, pues nada -digo intentando que no se me note a tan larga distancia el cabreo que me sube-.”
[Cómo ser una mujer y no morir en el intento. Carmen Rico Godoy, 1990]


Con un empleo moderado, simplemente se anuncia que se va a ser conciso, o que los asuntos a los que se hace referencia (o los que se podían haber producido) no fueron mucho más allá.

Pues nada, que nos fuimos al cine a ver una película. Y, nada, nos gustó.

Como el que no quiere la cosa

Ésta sí que es elaborada. Una frase entera para generar una imagen externa, acabada, que hace referencia al talante de un sujeto anónimo distinto de aquél del que se habla (que puede ser el propio hablante, si está narrando algo en primera persona). Y se trata de un talante de ligereza y fluidez o de descaro (a veces se confunden ambas cosas). La frase describe muy bien ese tipo de logro o realización de un deseo que se consigue con suma facilidad, porque se actúa “como si no se deseara la cosa”, inteligente manera de evitar la obsesión, que todo lo entorpece. Si se emplea de forma exagerada más bien denota desfachatez y bribonería.

Y, como el que no quiere la cosa, me la llevé al cine.

“Pero, sin que el viajero haya podido darse cuenta, el viejo le ha devuelto la respuesta por pasiva, en el mejor estilo acostumbrado por el Mino, y, como quien no quiere la cosa, ahora es él el que pregunta.”
[Julio Llamazares. El río del olvido, 1990]

De alguna manera - de algún modo

Estamos aquí ante un valioso dispositivo verbal que permite la vaguedad a la hora de explicar las causas y los porqués de lo que se afirma. Ya que no podemos ser todos poetas para encontrar los términos precisos y/o que nuestro lenguaje no es lo suficientemente rico, utilizamos esta frase hecha que, de algún modo, funciona como comodín. Demasiado cómodo comodín, algunas veces, pues empobrece la expresividad con, ciertamente, desahogada elegancia. El ‘en cierto modo’ restringe aún más la exactitud y nos da licencia para ser más imprecisos. Si lo utilizamos muy a menudo somos perezosos y tendentes a la ambigüedad. Es, de algún modo, permutable con el ‘no se sabe cómo’. Lo que quiere decir que, propiamente hablando, no son tan permutables. (Puesto que ninguna palabra es gratuitamente permutable por otra)

Fuimos al cine y, de algún modo, al salir lo único que quería era irme a casa.

Dicho de otra manera, lo empleamos para evitar relatar los supuestamente complejos vericuetos asociados a la acción que se cuenta. Aunque hay que reconocer que, en muchas ocasiones, como oyente, se agradece esa “manga ancha” que se permite el narrador para que sigamos el hilo principal de la narración.

“Se comprende que quizá desde entonces Perón haya querido a Eva en una dimensión inhabitual: como la única persona a la que respetaba y consideraba de algún modo su igual, su par.”
[Abel Posse. La pasión según Eva, 1995]

3. APARENTEMENTE CONMINATORIAS


Mira - Mire usted

Siempre ha sido algo chulesco este mohín verbal, tanto tuteando como “usteando”, y queda buen reflejo de ello en los libretos zarzueleros, especialmente en los diálogos escritos para los personajes castizos madrileños.
No sé exactamente porqué ese verbo, el verbo mirar, que parece tan poco dominante, tan poco invasivo, resulta más impositivo en una muletilla que, por ejemplo el verbo callar, que es, por propia definición, mucho más represor. Pero del ‘calle usted’ hablaremos más adelante.
No olvidemos que estamos analizando estos términos solamente en cuanto a su empleo como muletillas, como formas sintácticas definidas. El verbo mirar se utiliza muchísimo en castellano, en todas sus formas verbales, con sus propios significados (dirigir la vista, pero también atender, juzgar, informarse, cuidar…)
El diccionario de la RAE define esta muletilla así: "Utilízase para llamar la atención sobre algo o para enfatizarlo." Y, desde luego, acierta, aunque sin entrar en matices. Porque (aunque no necesariamente) hay algo de ironía, por una parte, y, una vez más, de intento de situarse moralmente por encima del contertulio, por otra. Yo recuerdo cómo empezó a usarlo Felipe González en los debates parlamentarios, creo que frente a Aznar, cuando, al principio, le vapuleaba una y otra vez. Y funcionaba con una eficacia impresionante. “Mire usted, señor Aznar…”, empezaban muchas de sus réplicas. O simplemente: “Señoría, mire, le voy a decir algo que…” Son frases que no contienen ninguna incorrección, y sin embargo a mí la primera vez que las oí en el hemiciclo me escandalizaron. Posteriormente se han popularizado entre los políticos y ahora son de uso común. Al propio Aznar se las he oído en muchas ocasiones.
En cuanto a la ironía, se detecta muy claramente en esta famosa cancioncilla infantil de origen francés
Mambrú se fue a la guerra,
mire usted, mire usted qué pena.
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuándo vendrá.
Do-re-mi, do-re-fa.
No sé cuándo vendrá.

Ya se sabe que Mambrú era John Churchill, el impronunciable duque de Marlborough, militar inglés que había participado también en la Guerra de Sucesión española. No debían de provocar muchos desvelos por aquí sus desventuras. Podemos sustituir (semánticamente, claro) ese mire usted qué pena por imagínese usted la pena que a mí me da, en sentido irónico (ver más adelante), que equivale a un me importa un rábano lo que le pueda pasar a ese individuo.
También se percibe ironía en la muy popular frase hecha: ‘Mire usted por dónde…’, que contamina su sorna y su chulería, sin duda, a la muletilla propiamente dicha, puesto que sugiere que a veces las cosas nos sorprenden y surge lo inesperado. ¿Y por dónde? Pues por el sitio más inesperado. ¿Se creía muy listo, usted que pensaba que se las sabía todas? Pues mire usted por dónde…
Puede que ésta sea la respuesta a la duda que planteábamos en el segundo párrafo: mirar por dónde

Mira, tú te vienes al cine y en paz.
Mire usted, yo he pagado mi entrada y tengo derecho a ver la película.
Mira tú por dónde, ahora el que no quiere ir al cine soy yo.

Calla - Calle usted - Calla, hombre, calla

Parece, desde luego, una manera un tanto extemporánea de pedir la palabra o, mejor, dicho, de arrebatársela al que está en uso de ella. También la he oído utilizar con extraordinaria habilidad a esas personas que, no se sabe como, consiguen terminar siempre sus intervenciones sin que nadie les interrumpa, en conversaciones de fuego cruzado y relativa liberación de adrenalina. Pero no nos equivoquemos: en realidad, como muletilla, indica fundamentalmente “colegueo”. Vamos, casi lo contrario de lo que a primera vista parece. Hay una especial llamada a la complicidad, a esa complicidad un tanto infantil de pedir al otro que baje la voz para que pueda escuchar con mayor atención aún (él y solamente él) lo que el hablante tenga a bien decir, sea trascendental o no, por más que la llamada de atención ya esté generando, por sí misma, suficientes expectativas.

Calla, que el sábado fui a un cine porno y vi una película tremenda.
Calle usted, que las entradas de cine cada vez están más caras.

Como vemos, y en contra de todas la apariencias, tiene un uso mucho menos retador que el ‘mira’ – ‘mire usted’ anteriormente analizado.
Se reduplica su fuerza intrigante si se dice de forma repetida: ‘calla, calla…’

Calla, calla, ¿a que no sabes a quién vi el sábado en el cine…?

Pero si le intercalamos un hombre en ese doble requerimiento (y que nadie me entienda mal), tenemos el comienzo de un lamento que puede incluso devenir en lloriqueo, si no tiene a bien quedarse en simple desahogo. Hay que ser compasivos, pero si la respuesta de un vecino a un amable y despreocupado “Qué tal” en el rellano de la escalera comienza por calle, hombre, calle (aunque sea usted mujer), hay que echarse a temblar. Considero más civilizado pedir permiso para invadir emocionalmente al próximo, como hacía mi amigo Aparicio, que a veces tenía el detalle de responder a los rutinarios “¿Qué tal?” con un “Bien. ¿O te cuento?”

Calla, hombre, calla, ¿sabes lo que me pasó ayer en el cine?

Imagínate – Imagínese usted

Con ésta casi nos vamos en volandas mentales a “Imagine”, la canción de Lennon. Ni tan poético ni tan utópico es, normalmente, el uso de estas palabras por estos lares cuando se emplea como fórmula repetitiva. Suele ir, entonces, sola. Imagínate, punto. O, como mucho, entre los adolescentes, que es la etapa vital en que más se suele alucinar con todo: imagínate, tío. Aunque también podemos “visualizarla” en la forma clásica imagínese usted, o figúrese usted (más castiza) que tiende a desaparecer (al mismo ritmo que tiende a desaparecer el uso del usted, y que yo ahora no quiero entrar a juzgar, para no amargarme). Suele, como vemos, anunciar acontecimientos o noticias impresionantes o, en caso de ir detrás de la revelación de los supuestamente sorprendentes sucesos, sugerir, motivar o forzar los convenientes gestos de estupefacción y de sorpresa. (Bueno, podemos bajar unos grados de intensidad intencional a todas estas consideraciones y daremos con el punto justo).

A mi primo no le gusta el cine. Imagínate.
Figúrese usted, no voy al cine desde hace tres años.

Como todo en esta vida, también la muletilla ésta tiene su reverso, es decir su utilización a la contra. Y es cuando a uno no le sorprende en absoluto lo que acaban de contarle y le pide al contertulio un esfuerzo (muy muy leve) de imaginación para que consiga suponerle ridículamente preocupado o inquieto ante tal tesitura. Tiene más fuerza irónica acompañada del pronombre personal: imagínate tú, o imagínese usted.

Y me dijo que se iba al cine con ella. Imagínate tú [figúrate tú] lo preocupada que me dejó.

Fíjate – Fíjese usted

Es otra variante de la serie. En ésta hay un más claro matiz de llamada de atención. Es fácil imaginarla acompañada de un gesto muy específico: de un codazo. Lo cual nos indica complicidad (cuando no confabulación), la existencia de una historia cuyos acontecimientos han sido previamente compartidos y valorados, y sucesos que ahora, en el presente, pueden aportar nuevos e interesantes datos a los pre-conocidos y pre-juzgados. O sea, puro cotilleo. O, si no es tan mordaz y criticón el asunto, puro colegueo. Que viene a ser lo mismo.
Pero ésa es solo una visión caricaturesca, aunque no por ello menos cotidiana. También el 'fíjate' tiene los usos que comparten el resto de sus compañeras ('mira', 'escucha', 'oye', 'atiende', 'figúrate', 'imagínate', 'calla', etc…), que juntas forman una especia de panoplia de imperativos breves, rápidos, impactantes, y que son como armas para el cuerpo a cuerpo, siempre al alcance de nuestro habla, diseñadas para captar y focalizar la atención sobre algún asunto, aportando cada una de ellas las diferentes tonalidades significativas que hemos ido señalando. En este caso, propongo sustituir el fíjate por dos expresiones extremas: por 'toma nota' (para mayor complicidad) o por 'qué curioso' (para no tanta complicidad) y comprobaremos que no se altera demasiado el sentido de cada frase.

Fíjate, esta semana ya han ido al cine tres veces.
Fíjese usted, a mi esposa no le gusta el cine.

Escucha - Escucha un momento

Es, como las anteriores, un verbo en imperativo, pero no sé por qué –seguramente por la sonoridad de sus consonantes, junto con esa u en medio, tan bruja, tan inquietante (y este es un tema nada banal, con el que llevo años trabajando: la semiología de los sonidos consonantes)–, asusta, de primeras, bastante más que un 'oye', un 'mira' o incluso un 'calla'. O sea, que más que aparentemente conminatoria puede ser, por sí sola y entre exclamaciones, directamente conminatoria. De hecho la utilizamos para prevenir al receptor de que vamos a “soltar trapo”, para que vaya preparándose a oír “cuatro frescas”, o sea, a dar cumplida salida a eso que hemos estado evitando decir durante días, meses ¡o incluso años! La conversación así iniciada puede pasar de caliente a incandescente en el caso de que ese ‘¡Escucha!’ se vea interrumpido por un ‘¡No, escucha tú!’, del oponente.
Como vemos, nada de fuegos de artificio. Aquí se está jugando uno la piel.
Cuando se utiliza de manera repetitiva, o sea, como muletilla, podemos decir que estamos ante un tipo que se siente muy seguro de sí mismo, y que aparenta sabérselas todas. Es alguien que está perpetuamente con el gatillo preparado, y que de vez en cuando hace uso de él. Da miedo. Denota, indudablemente, autoridad o, aún más dominio, poder sobre los demás. ¿No se dice que la información es poder? Pues éste es (o quiere hacer creer que es) el más enterado de lo que está pasando, por dentro y por fuera, por arriba y por abajo. Y puede que un día te lo cuente, para que te enteres. Es un signo de autoritarismo, en definitiva.

Escucha: te voy a decir por qué tú hoy no vas al cine.

"--Tu lenguaje y tu desvergüenza me tienen asombrado, chaval, de verdad. Y ahora escúchame bien: no quiero verte con ese tal Paulino. Y que tu madre no se entere."
[Juan Marsé. Rabos de lagartija, 2000]

Aquí, en el ejemplo literario, adornada con ese 'bien', se le añade una fuerza descomunal. No solamente se te pide (o se te exige) que prestes atención, sino que prestes 'toda' tu atención, que el asunto va muy en serio. Puede ir acompañado de un contacto físico, como agarre del codo o del brazo, o incluso del óvalo de la cara. Peligro.
El ‘escucha un momento’, al alargar la frase, al hacerla menos contundente (y añadirle esas amorosas ‘emes’), supone un respiro, al tiempo que se tiñe el aviso de una especie de paternalismo, de condescendencia, de deseo de comprensión por la otra parte a la hora de transmitir las cuatro verdades. Podríamos añadirle mentalmente algunos comodines que ayudarían a revelar sus intenciones: “Por favor”, “Hombre de Dios”, “Cariño mío”, “¿Es que no te das cuenta de que…” Por tanto puede ser de uso benevolente y didáctico, en el mejor sentido, cuando alguien necesita ayuda para entrar en razón, pero si se emplea como muletilla, ¡cuidado! ¿Acaso alguien tiene derecho a creer que todos los demás tienen que entrar obligatoriamente en (su) razón?

Escucha un momento: ¿estás seguro de que quieres ir al cine?